lunes, 3 de diciembre de 2012

El problema del mal: Unde malum?




                                             
El problema del mal: Unde malum?

En sus "Diálogos sobre la religión natural", David Hume replantea el problema de Epicuro sobre la dificultad de explicar la existencia del mal desde los presupuestos del teismo.

En el capítulo X de los diálogos, propone Hume, por boca de Filón, lo siguiente: "Admitimos que el poder de la Deidad es infinito; todo lo que Él quiere se ejecuta; pero ni el hombre ni ningún otro animal es feliz, por tanto, Él no quiere la felicidad de éstos. ... ¿Quiere Él prevenir el mal, pero no puede?, entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere?, entonces, ¿de dónde sale el mal?."

Podemos formalizar el razonamiento de Filón como sigue:

Si Dios fuese omnipotente y bueno no habría mal.
Hay mal,
Luego o Dios no es omnipotente o no es bueno.

Partimos de un condicional contrafáctico como primera premisa; si la reformulamos como una conjunción fáctica, su expresión sería:

Dios es omnipotente y Dios es bueno y hay mal.

De esa conjunción de hechos, la conclusión acertada es que:

Hay mucho bueno y no todo es bueno.

La conclusión inmediata que podemos sacar de la realidad del mal es la refutación incontestable del panteismo.

El transferir uno de los términos de una conjunción de hechos al otro lado de la implicación, negándolo, constituye una operación lógicamente inválida. Luego no podemos transferir el mal a la derecha de la implicación, negándolo, pues nos llevaría a la falacia de construir una implicación con un consecuente falso: la negación del mal. Como sabemos por lógica, transferir una proposición y negarla nos permitiría demostrar cualquier mentira, como que Dios no puede ser bueno y omnipotente o que el agua no es líquida.

El mal es un antecedente fáctico, no una conclusión teórica. Al mal hay que asumirlo, no explicarlo.

La reformulación de una conjunción fáctica como condicional contrafáctico que niegue el consecuente no es legítima. P y Q no se pueden transformar en P -> no Q, porque la expresión lógica:

( P y Q ) -> ( P -> no Q ) es falsa a priori,

dado que nos llevaría a la contradicción de tener que afirmar simultaneamente Q (en nuestro caso, el mal) y no Q (en nuestro caso, la ausencia de mal).


De (P y Q) no se puede pasar a (P -> no Q) porque

(P y Q) -> no (P -> no Q)

luego de "hay Dios y hay mal " no puede deducirse que "si hubiese Dios no habría mal", ya que esas dos proposiciones son incompatibles.

Aclarémoslo con un ejemplo.

Si afirmamos una serie de hechos que se dan conjuntamente, podemos inducir conclusiones predecibles, derivables de esos hechos, tales como:

El agua es húmeda y el agua es pesada y el agua es H2O, luego

el agua moja y pesa.

Pero no podemos transferir uno de los términos del antecedente a la conclusión, negándolo, para decir, por ejemplo, que

Si el agua es húmeda y pesada, entonces el agua moja, pesa y no es H2O.

Por mucho que algún físico aristotélico defendiese ese enunciado, en base a que el agua no puede tener un gas ligero, como el hidrógeno, si es pesada, ni estar compuesta de gases si moja.

La transposición de un término del antecedente al consecuente, negándolo, es correcto en el caso de que el antecedente sea una disyunción exclusiva. Así, afirmar que A es de madera o bien es de otro material, nos permite asegurar que si A es de madera, entonces no es de ningún otro material.

En efecto,        (P w Q) -> (P -> no Q)

es una expresión tautológicamente cierta.

Podemos rastrear, por tanto, el error de Hume, al haber tomado la presunción teórica de una disyunción exclusiva hipotética por una conjunción fáctica.

Partir de una hipótesis a priori rompe con el principio del propio Hume de atenerse a los hechos, no pudiendo asumirla por incoherencia con su filosofía.

Pero, ¿de dónde surge la evidencia de la conjunción de Dios y el mal?. La tenemos en el mundo.



El mal se da en el mundo, por tanto, el problema del mundo y su origen es previo al problema del mal. Del hecho del mundo se puede inferir, por el argumento cosmológico, un ser creador. Hume recurre al argumento por designio, afirmando, en la introducción de su "Historia natural de la religión", que "todo el sistema de la naturaleza nos habla por sí mismo de un autor inteligente". Reforzando la evidencia de su inferencia al comienzo de la sección XV del mismo libro, con la expresión de su convencimiento de que " aunque la estupidez de los hombres bárbaros e ignorantes sea tan grande como para impedirles ver que detrás de esas evidentes obras de la naturaleza con las que están familiarizados hay un autor soberano,..., nos vemos obligados a adoptar, con firmísima convicción, la idea de que existe una causa o autor inteligente".

La inferencia de un creador inteligente se efectúa con total independencia del mal y es previa a cualquier consideración sobre el bien o el mal.

Afirmar un condicional contrafáctico que implica una falsedad, como que el mal no se da cuando es evidente que lo hay, es negar el condicional. Y, evidentemente, de la negación de un enunciado se deduce que su afirmación es falsa. Es decir, afirmar que si Dios es omnipotente y bueno, el mal no existe es afirmar que Dios no es omnipotente y bueno, de donde, por Morgan, se deduciría que o Dios no es omnipotente o no es bueno. La falsedad está en la premisa inicial, al negar el mal.

Con lo que queda demostrado que, como defendía Wittgenstein, se trata de un pseudoproblema que no tenía que ser resuelto sino disuelto.

Denunciada la falacia formal del planteamiento de Hume y rechazado, por falso, el contrafáctico contradictorio según el cual si Dios es omnipotente y bueno no habría mal, lo que sí procede es preguntarnos por las condiciones de posibilidad de la conjunción fáctica que afirma un Dios omnipotente y bueno, junto con la presencia del mal en el mundo. Lo tomaremos como pretexto para analizar el problema del mal.

La pregunta quedaría reformulada como sigue:

¿Cómo es posible la existencia de un Dios omnipotente y bueno en conjunción con el hecho del mal?.

Plantear la pregunta es reconocer la incomprensión natural de la mente humana ante la realidad del mal en conjunción con la existencia de un Dios bueno y omnipotente. Invirtiendo los términos, hemos de reconocer, en la incomprensión natural ante el mal, una prueba de la existencia de Dios, dado que si Dios no existiese con los atributos de bondad y omnipotencia, el mal sería comprensible en su evidencia incuestionable.

En términos lógicos tendríamos:

Si no hay Dios, entonces no se plantea el problema del mal

luego, por "modus tollens",

sí se plantea el problema del mal, entonces no (no hay Dios)

Es decir: plantear la cuestión del mal es reconocer que hay Dios.



Y dado que la cuestión se nos plantea, pasemos a intentar responder la pregunta propuesta:

¿Cómo es posible la existencia de un Dios onmipotente y bueno en conjunción con el hecho del mal?.

Evidentemente, una posible solución de esa aparente contradicción sería que, o bien Dios no es omnipotente, o bien Dios no es bueno, que es la insinuación que Filón nos hace en el texto de Hume. Pero hay otras tres posibilidades:

-Que no hay Dios, que sería la opción final hacia la que Filón intenta hacernos llegar.

-Que Dios no es ni omnipotente ni bueno.

-Que no existe el mal.

Esta última es la opción que defiende San Agustín. Para el obispo filósofo, el mal es ausencia de bien, como la oscuridad es ausencia de luz; de tal forma que llamaríamos mal a la pérdida de un bien. La cojera es un mal por haber perdido una pierna, que es un bien. Para entenderlo mejor, volvamos a los Diálogos sobre la religión natural de Hume. En el, ya citado, capítulo X, Filón propone un lista de cuatro circunstancias de las que dependen todos los males y, en la primera, dice: " ... el mal es esa disposición o economía de la creación animal por la cual los dolores, como también los placeres, son empleados para incitar a todas las criaturas a la acción y matenerlas atentas en la gran empresa de la propia conservación. Ahora bien, al entendimiento humano le parece que el placer solo, en sus diversos grados, es suficiente para este propósito. Todos los animales podrían estar constantemente en un estado de goce; y cuando se sintieran acuciados por alguna de las necesidades de la naturaleza, como la sed , el hambre, la fatiga, en lugar de dolor podrían sentir una disminución de placer que les impulsaría a buscar ese objeto necesario para su subsistencia."

De esa forma, se daría la posibilidad de que evitásemos la llama por el placer de no quemarnos. Como si, constantemente, estuviésemos escuchando una música celestial que se interrumpiese al acercarnos al fuego. (Dudo de la eficacia de tal sistema para evitar arder cuando se trate de tener que escoger entre la música y el frío).

San Agustín parece asumir que el deseo de Filón se cumple, pero  que es precisamente a la pérdida de un placer o la merma de un bien sobreabundante a lo que llamamos mal. El mal del hipotético estado idílico que nos propone Filón sería dejar de oír músicas celestiales, como mal llamamos a perder un dedo aunque nos queden otros nueve.



Una posible objeción a San Agustín podría partir de la indeterminación de los bienes perdidos, dado que tan negativo como no contar con un dedo desde el nacimiento sería no poder contar con alas, lo cual nos llevaría a considerar malo todo aquello que no es nuestro. Esa objeción queda resuelta si asumimos como característica de bien su especificidad, tal y como Santo Tomás hace ver en la quaestio 96 de su Summa Teológica. Si el concepto de bueno sólo tiene aplicación a los seres en la medida en que son miembros de una cierta clase, también lo será el de malo. No tener alas no sería un mal para el hombre, dado que a los de su clase no les es dado contar con alas. Lo cual nos determina una característica de gran parte de los males: su especificidad, que lleva al relativismo de muchos males.

Si el mal es específico, supone que un mismo suceso puede ser malo para algunos y no serlo para otros, incluso se abre la posibilidad de males que fuesen buenos para algunos. El que los lobos se coman a los corderos no parece que sea malo para los lobos. El mal sería mal para aquel que lo sufre, pero no para quien se beneficia de ese mal ajeno.

Habría que considerar dos tipos de males: los que benefician a alguien y los que, al no proporcionar beneficio para nadie, no son deseados por nadie. El primer tipo de mal sería un mal interesado y, como tal, sujeto a algún interés y dado que todo interés es particular, sería un mal relativo al injuriado. Hay males padecidos y males infringidos.

Entendiendo y alabando la propuesta de San Agustín, personalmente no puedo asumirla como explicación universal del mal, entre otras cosas porque mi mal no es haber perdido una pierna, sino tener 15 kilos de exceso de peso.

Considero que los terroristas son un mal que sobra y no una carencia; y que a las minas antipersonales no las falta nada, tienen su sensor, su percutor, su fulminante, su detonante y su metralla; pero todas ellas están de más.

He de admitirle a San Agustín que hay un gran número de males carenciales, pero no todos los males lo son, también hay males excedentes.

Una segunda posibilidad sería la de asumir, con Hegel, que todo mal terminará por ser subsumido en el bien absoluto; la noción de que no hay mal que por bien no venga. Podría refutarse que la esperanza de Hegel es escatológica y se daría en un más allá en el que, los que razonan según Filón, no creen. Se podría intentar demostrar que los males fructifican en bienes en este mundo, como cuando tras el disgusto de haber perdido un determinado trabajo, ello es causa de encontrar otro mejor o quien, habiendo perdido un avión, evita verse víctima de una catástrofe; pero no está en nuestra mano generalizar la derivación de un bien terreno de cualquier mal, ello nos llevaría a justificar todo mal.

El Talmud (Berajot, 60 b) defiende que todo es para bien, narrando, como ejemplo de ello, la historia del justo que no encontró albergue en la ciudad y pasó la noche a la intemperie, para descubrir, al día siguiente, que un ejército había ocupado la ciudad durante la noche y apresado a todos sus habitantes.



La tesis de que todo mal conduce a un bien tiene el gravísimo peligro de la indiferenciación de los medios, lo que nos llevaría al maquiavelismo de asumir que todo vale, dado que todo es para bien. Lo cual nos permitiría justificar cualquier barbaridad. El hecho de que un Dios bueno y omnipotente pueda sacar bien de cualquier mal no justifica que se pueda cometer todo tipo de tropelías y causar un sinnúmero de males.

Podemos asumir que haya males aparentes que, en realidad, son bienes, como la intervención quirúrgica sanadora o la inundación que palia la sequía, colma los acuíferos y fertiliza los campos; pero también tenemos que admitir que se dan males indeseables y penosos. En cualquier caso, admitir que todo es para bien no equivale a negar que el mal tiene menos parabienes que el bien. Si es cierto que el mal es para bien, hemos de reconocer que el bien es para mejor.

Llamamos pecado al mal penoso, interesado y antropocéntrico, tanto si es carente como sobrante. Evidentemente, un Dios bueno insistiría en evitar el pecado. ¿Cómo es que siendo omnipotente lo permite? La respuesta clásica es la de considerar a la libertad del hombre en tal estima como para poder tolerar por ella al pecado, dado que no hay libertad si no es falible.

La tesis, ahora, sería la de que hay una jerarquía de males, siendo el mal que se da en el mundo un mal menor, lo que nos llevaría con Leibnitz a pensar que éste es el mejor de los mundos posibles -creo que la fórmula es de Voltaire- o, en términos del mal, el menos malo.

El mal instrumental, como medio de evitar males mayores o como "salazón" del bien, no nos evita pensar que está en la mano de un Dios omnipotente haber podido hacerlo de manera que proporcionase un bien lo suficientemente sabroso, como para no necesitar de la sal y la pimienta que pueda aportar el mal.

El Talmud nos muestra otra solución para nuestro problema, en vez de buscar eliminar al mal del enunciado de la pregunta, la solución vendría de añadir la consideración de que Dios, además de omnipotente y bueno, es justo. El mal no sería contradictorio con un Dios justo, sino fruto de su justicia, como medio para premiar o castigar el buen o mal uso de la libertad.

El problema que plantea el Talmud no es el de la existencia del mal, el cual se asume como hecho irrefutable, lo que se cuestiona es que un Dios justo permita el mal de los buenos y el bien de los malos. El propio Talmud da la solución a esa cuestión, afirmando que, como los males del infierno son sin mezcla de bien, y todo hombre malo ha hecho algún bien alguna vez, justo es que reciba en esta vida su recompensa por ello. Igualmente, dado que ningún hombre bueno ha dejado de hacer algún mal, justo es que lo purgue en esta vida, dado que habrá de vivir plenamente feliz en la otra.

La cuestión queda sin resolver para el padecimiento de males por parte del inocente, del que, como Segismundo, pueda gritar aquello de: "¿Qué pecado cometí, aparte de haber nacido?".



Nos quedaría reducido el problema de partida a tener que explicar el mal penoso, intencionado y antropocéntrico que es sufrido por los inocentes, por ejemplo: el aborto voluntario.

La tradición talmúdica y bíblica lo resuelve recurriendo a la tesis de que hay pecados cuya culpa alcanza a la tercera generación; pero esa solución, el hacer pagar a justos por pecadores, aunque la experiencia nos demuestra que es en muchos casos cierta, me resulta de difícil conciliación con la justicia divina.

Más que castigo, lo cual tampoco sería plenamente coherente con un Dios bueno aunque justo, el mal se presenta como recurso pedagógico. Recordemos que, en la naturaleza, las chimpancés abofetean a sus crías cuando, no haciendo caso a sus gritos de advertencia, agarran plantas venenosas.

La alternativa sería que el mal fuese alerta ante peligros mayores o prueba a superar.

Tendríamos que volver a ampliar el enunciado de la premisa en litigio y añadir que Dios, además de ser omnipotente, bueno y justo es sabio. Lo que nos llevaría a considerar que, siendo omnipotente, bueno y justo, sus razones tendrá, como Dios sabio, para consentir el mal infringido a los inocentes. Con lo que quedaría zanjada la cuestión sin quedar satisfecha nuestra inquietud, dada nuestra ignorancia, que, por cierto es tanta, como para que aspiremos a entender las razones de Dios cuando desconocemos las de la naturaleza.

Antes de tirar la toalla, indaguemos en la ontología del mal. Lo primero que encontramos es que todo juicio sobre el mal es un juicio de valor y no de hecho y que nuestro conocimiento del mal es existencial y no esencial. Aparte de considerar al mal desde un punto de vista antropocéntrico, dado que el mal es, como hemos visto, específico, y somos seres humanos, el mal no es una propiedad de las cosas sino una valoración negativa de una carencia, de un mal uso de un medio, o de un exceso, al considerarlos respecto a la integridad y virtudes humanas.

Como experiencia existencial, el mal se nos presenta como límite, como barrera, incapacidad, indisponibilidad o inaccesibilidad, o bien como límite excedido. El mal resultaría ser fruto de la finitud, por eso el mal por excelencia es la muerte.

El mal antropocéntrico no es sustantivo, carece de referente, pero tiene como contrarreferencia al bien humano, estando ambos determinados por el otro, como los valles lo están por las montañas.

Como diría Don Mendo, el mal está tanto en no llegar como en pasarse, que la fruta es mala por verde y por pasada.

El mal es posterior al mundo y consecuencia de su limitación, luego el enunciado de la pregunta se nos transforma en el siguiente:



¿Cómo es posible un mundo finito siendo Dios infinito?.

La cuestión de fondo es la posibilidad de un efecto finito de una causa infinita. Es evidente que un efecto infinito requeriría una causa infinita, dado que el efecto no puede ser superior a la causa; pero una causa infinita bien puede producir efectos finitos.

Por matemáticas sabemos que, en las series convergentes, la suma de un número infinito de términos tiene por resultado un número finito. ¿Es generalizable ese ejemplo formal al mundo físico?. Pongamos como ejemplo el siguiente experimento mental: Un cable que se rompe con una carga de 8 Kg. es cargado con 20 Kg., el efecto es que el cable se rompe. Si se carga con 100 Tm. el efecto es el mismo: el cable se rompe. Si fuésemos capaces de cargar ese mismo cable con un peso infinito, el efecto no sería otro que la rotura del cable; luego una causa infinita produce un efecto finito.

El mal se da en la humanidad como experiencia de sus límites sin ser capaz de aceptarlos. El propio Hume, en la sección XV de su "Historia natural de la religión" nos recomienda que "... no hay modo de vida más seguro que el de la templanza y la moderación". Es decir, el hombre ha de aprender a respetar los límites como camino seguro para evitar el mal. ¿Acaso el recurso a la violencia, origen de tantos males, no es sino la pretensión de forzar los límites?

Recordemos que en la tradición clásica, es el reconocimiento y respeto a los límites lo que permite evitar la "hybris" (la injuria), siendo la injuria todo tipo de ultraje, daño o menoscabo; es decir: el mal.

El mal se origina en la trasgresión, en la desobediencia -llámese Eva o Pandora-, en el deseo de lo prohibido, en pretender desbordar los límites, en querer ser como dioses. Es en el sentimiento de insatisfacción donde se enraíza el mal interesado. Llevamos siglos repitiéndolo y aún no hemos comprendido que el mal está más allá del límite, ¿acaso no se llamaba Tiamat?; está el mal en lo inaccesible, "donde nosotros no podemos bajar y reina Ereskigal". En el límite, la tasgresión se convierte en agresión.

El bien se da en el respeto a lo otro. ¿Olvidasteis que en Dilmun, el paraíso perdido babilónico, el león no mata? El bien consiste en cumplir la Ley, respetar los Mandamientos, asumir la limitación. El dharma hindú nos hablará de renuncia, obediencia estricta y disponibilidad.

El imperativo categórico kantiano es eficaz, en tanto nos autolimitemos dentro de las lindes de la razón y la prudencia. Al promulgarnos una ley por la que nos autorestringimos, trazamos un linde protector que nos mantiene alejados de la franja por la que cruza el alambre erizado de los espinos del mal.

1 comentario:

  1. Por la recomendación de un amigo llegué a este blog, que no conocía. Un artículo interesante, que se hace engorroso al comienzo y después apetece seguir hasta el final. Un gustazo, realmente.

    Ahora bien, la conclusión de que la preocupación inicial "¿cómo es posible que exista el mal existiendo un Dios omnipotente y bueno?" se reduce a responder "¿Cómo es posible que exista un mundo finito siendo Dios infinito?", se me ocurre una manera muy original de escurrir el bulto: me da que explicar la finitud es más sencillo que explicar el mal, siendo ambos de una cualidad diferente aunque (como se muestra) estrechamente relacionados.

    Es muy elegante la conclusión: el resultado es concebible, e incluso matemáticamente demostrable. Al menos la expresión directa: lo finito como una manifestación (¿una creación?) concreta de lo infinito. De admitir que en lo infinito es impensable el mal (el infinito necesariamente es bueno, ¿no?), se sigue que el mal resulta de la limitación de lo creado, que el mal y Dios son como el gran océano y la mancha de aceite; que aquel surge (o puede surgir) de la "independencia", de la naturaleza otra, de la "libertad" o "separación" (aunque relacionada umbilicalmente, por así decir) respecto de este, de su finitud, en otras palabras.

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