viernes, 30 de octubre de 2015

Vidas Paralelas



Vidas Paralelas

Relato breve


Ulani era soltero y vivía solo en su acojedor y luminoso bungalow, abierto al horizonte y bañado por el sol, en el pueblo de Pahua, junto a la costa oeste del atolón de Mataiva, una de las múltiples islas que integran el grupo de las Islas Tuamotu de la Polinesia Francesa. Entre otras ventajas, Mataiva tiene aeropuerto, abundante pesca, un buen clima entre 23 y 30 grados, playas de ensueño y fina arena bordeadas de palmeras y una espectacular laguna interior. El bungalow de Ulani está junto al corto brazo de mar que une el océano con la laguna central. Esa mañana, terminado el desayuno, se fue, como tantas veces, al cercano puntal del este, a contemplar el amanecer sobre las aguas de la laguna. Se diría que tenía urgencia de que comenzase el día y va a su encuentro. El vivo sol tropical se alzaba perezoso a la vez que su reflejo se hundía en las azules aguas tiñiéndolas de rojo. Ulani llenó sus pulmones con la brisa que le acariciaba las mejillas, mientras esbozaba una sonrisa de satisfacción. Cerró un instante los ojos ante la luz cegadora mientras se deleitaba con la suave calina del amanecer tropical sobre su rostro y se sintió feliz. La vida le había tratado bien, estaba a punto de cumplir cincuenta años y se había pasado toda su vida haciendo lo que más le gustaba, lo que siempre había querido hacer: pescar en el océano. Tenia un pequeño cobertizo al borde de la playa oriental en el que servia de comer al medio día los frutos que el océano le había proporcionado la tarde-noche anterior. Solía comer acompañádo de algún cliente rezagado, todos ellos amigos y vecinos y, tras las comidas, después de recoger las mesas y fregar los platos, cerraba el restaurante, se tumbaba en la hamaca que tenia tendida a la sombra entre dos cocoteros y tras sestear en ella lo que el cuerpo le pidiese, solía compartir el resto de la tarde con los amigos que se acercaban a visitarlo y con quienes charlaba amenamente, en torno a unos Mar Tai bien fríos, hasta la hora de la pesca. Todos los atardeceres se embarcaba en su cayuco de madera de ceiba, armado de su aparejo, para salir a pescar. Con frecuencia capturaba alguna tortuga y la sopa de tortuga nunca faltaba en el menú.

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La vida de Geremy era agitada. Estaba soltero y vivía solo en un lujoso pero sombrío apartamento del bajo Manhattan, aculto al sol y al mundo tras la mole de un gigantesco rascacielos. Toda su preocupación y todos sus desvelos los dedicaba al trabajo. Un trabajo frenético y estresante. Era broker en Wall Street. Esa mañana era especialmente tensa, China había revaluado el yuan y los teléfonos nos dejaban de sonar. Las órdenes de ventas se acumulaban mientras las coloreadas pantallas de plasma parpadeaban con cotizaciones en números rojos que se iban sucediendo, precipitando a la baja los precios, y gráficos que iniciaban una pendiente descendiente que se agudizaba por momentos. Era un día especialmente malo que predecía toda una larga serie de jornadas deprimentes. El pánico llenaba la sala y se reflejaba en la crispación de los rostros. Pero no era ese día el primero de su clase. No muchas semanas antes, la crisis de Grecia que la política económica del nuevo gobierno de Syriza había desencadenado generó otra tanda de jornadas parecidas; mientras el Ministro de Finanzas griego, Yanis Varufakis, echaba un pulso sin esperanza a la Troica, los mercados mundiales se resentían de la maniobra. La vida de Geremy era trepidante y la adrenalina era una asidua compañera laboral. Por añadidura, ese fin de semana tenía que ir al seminario sobre los nuevos ETFs y el próximo viernes empalmaría con el siguiente lunes sin tregua ni reposo. El trabajo en Wall Street era acelerado e intenso, además, Nueva York nunca duerme. Salvo esporádicas comidas de negocios en algún restaurante cercano, tenía costumbre de comer en la oficina un par de sanwishes y, al final de la jornada iba al Smith´s Bar, en la 44 con la 8th, a tomar un martini seco, las más de las veces solo. Pero Geremy lo aguantaba porque vivía enfocado en sus dos grandes objetivos: ganar la mayor cantidad de dinero que pudiese conseguir en el menor tiempo posible y jubilarse antes de los 50 años.

Cuando, finalmente, Geremy se jubiló, liquidó todos sus activos, transfirió los fondos, hizo las maletas y partió para la Polinesia Francesa. Él era canadiense, de Montreal, y le apetecía vivir en un territorio donde se hablase francés, su lengua materna, pero prefería retirarse a las cálidas playas tropicales en lugar de volver a los gélidos inviernos del Québec, en los que los témpanos de hilo derriban los tendidos eléctricos y los ciudadanos tienen que refugiarse en los acondicionados y comerciales sótanos de las ciudades. Entre las múltiples islas que configuran la Polinesia Francesa, eligió el atolón de Mataiva porque, entre otras cosas, tenía aeropuerto, abundante pesca, un buen clima entre 23 y 30 grados, playas de ensueño y fina arena bordeadas de palmeras y una espectacular laguna central. Se compraría un bungalow, se compraría una barca, y todos los atardeceres se pensaba embarcar en su pequeña barca, armado de su aparejo, para salir a pescar.

Geremy compró un bungalow que estaba junto al corto brazo de mar que une el océano con la laguna central. Esa mañana, terminado el desayuno, se fue, por primera vez, al cercano puntal del este, a contemplar el amanecer sobre las aguas de la laguna. Se diría que tenía urgencia de que comienzase el día y va a su encuentro. El vivo sol tropical se alzaba perezoso a la vez que su reflejo se hundía en las azules aguas tiñiéndolas de rojo. Geremy llenó sus pulmones con la brisa que le acariciaba las mejillas, mientras esbozaba una sonrisa de satisfacción. Cerró un instante los ojos ante la luz cegadora mientras se deleitaba con la suave calina del amanecer tropical sobre su rostro y se sintió feliz. La vida lo había tratado bien, estaba a punto de cumplir cincuenta años y, por fin, podría hacer lo que más le gustaba, lo que siempre había querido hacer: pescar en el océano.

miércoles, 21 de octubre de 2015

La Felicidad



Según el Diccionario de la Real Academia, la felicidad es el estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien. Una segunda acepción define a la felicidad como satisfacción, gusto o contento.

Para Aristóteles, la felicidad la debe conquistar el hombre mediante su acción personal (pragtón ágaton). Se trata de realizar acciones voluntarias siguiendo los dictados de la prudencia en busca del justo medio, por lo que la acción que lleva a la felicidad está relacionada con el ejercicio de la virtud. Antes, Sócrates había dicho que el estado interior feliz era consecuencia del ejercicio de la virtud (areté).

Para algunos romanos de la antigüedad clásica, la felicidad era un estado interior del dichoso (felix) que vive en paz consigo mismo, estado que consiste en la serenidad de ánimo (beatus). Dentro de esta línea, los escépticos consideraban que la felicidad residía en la imperturbabilidad (ataráxia).

Para los cirenaicos la felicidad consistía en el placer, planteamiento con el que estaban de acuerdo los epicúreos, y no faltaron quienes creyeron que era feliz el afortunado, el poseedor de bienes abundantes (olbios).

Personalmente considero que lo que mejor define el sentimiento de felicidad es el sentido de plenitud, de satisfacción con lo que se es, con lo que se hace y con lo que se tiene; de ahí que los ascetas y estoicos recomienden reducir las aspiraciones de lo que se desea para facilitar el alcance de la felicidad, centrándose en el ejercicio de la virtud. La felicidad requiere, como condición, satisfacer las necesidades personales, por lo que conocer nuestras necesidades reales nos marca  pautas para alcanzar la felicidad.

Pirámide de Maslow: jerarquía de necesidades

Dada la importancia de las necesidades en el camino de la felicidad, al reflexionar sobre la felicidad debemos tener en cuenta la pirámide de Mashlow, encontrando que la seguridad es un requisito indesdeñable y que la autorrealización es una aspiración deseable para alcanzar la plenitud; con la conveniencia, para poder ser felices, de contar con afiliación y reconocimiento.

Todos aspiramos a la felicidad, pero cada individuo tiene su propio concepto de lo que significa ser feliz para él y, para lograrlo, necesita gestionar sus propias opciones, siendo múltiples los caminos que pueden seguirse hacia la felicidad. Sin embargo, podemos identificar un grupo de características sobre lo que representa la felicidad para todos nosotros, conceptos que nos permiten elaborar un esquema teórico de lo que determina el marco de la felicidad. Para empezar, dos parámetros afectan la calidad y cantidad de alternativas que se nos ofrecen en cada momento para perseguir la felicidad: el nivel de autonomía que tenemos para gestionar nuestra vida y el factor temporal o perentoriedad de nuestras aspiraciones, siendo diferente si  personalmente primamos la felicidad presente o preferimos la felicidad futura.

Para comprender los factores que contribuyen a que nos sintamos felices, debemos diferenciar entre las características del entorno que nos rodea y nuestra propia actividad.
El entorno nos acomoda y nos proporciona recursos para poder actuar, pero también nos impone limitaciones. El entorno está determinado tanto por el lugar en que nos encontremos como por el grupo de personas con las que nos relacionemos. El bienestar depende de la comodidad del lugar y de su acondicionamiento a nuestras necesidades, siendo la integración social función de las personas con las que tratamos, de su acogida y de nuestra predisposición hacia ellas, contribuyendo a la afiliación y mutuo reconocimiento el nivel que tengamos de identificación con ellas; en definitiva, nuestra felicidad dependerá, en gran parte, de los lazos afectivos que mantengamos con esas personas con las que convivimos, ya sean familiares, amigos, compañeros de trabajo o vecinos y, en menor medida, del lugar en que nos encontremos. Es más importante con quién estamos que dónde nos encontramos.  Dentro de la convivencia hay que destacar la convivencia con nosotros mismos, aceptándonos como somos, lo que requiere coherencia de vida. La felicidad tiene numerosos momentos especiales en la intimidad de la soledad, difíciles de compartir, siendo tan importante para ser feliz estar integrado en la sociedad como estar en armonía consigo mismo. El carácter predominantemente solitario de algunas personas no implica que sean insolidarias, como tampoco quienes son abiertamente sociables dejan de ser reflexivos.

El ser humano, lo dijo Aristóteles, es un animal social, y lo es porque, no sólo necesitamos a los otros para nacer y sobrevivir, sino porque tenemos necesidad de comunicar nuestros pensamientos y de compartir nuestras vivencias con otras personas. La necesidad de comunicación crea el lenguaje y justifica el éxito de las redes sociales, siendo la comunicación la que hace del vivir, convivir.

Cada uno de nosotros contribuiremos a que esa convivencia sea grata o ingrata, fasta o nefasta; cada uno de nosotros formamos parte del entorno de los demás, de la misma manera que ellos configuran nuestro entorno. El ser humano es parte de una estructura social y su bienestar depende del conjunto de esa estructura. Nadie, ninguno de nosotros podemos asegurarnos la felicidad plena por nosotros mismos, pero todos, cada uno de nosotros podemos contribuir a mejorar la felicidad del prójimo y no hay nadie tan prójimo como el cercano. Ya que lo mismo que México es Méjico y Quijote es Quixote, prójimo es lo mismo que próximo, no habiendo nadie tan próximo como un vecino. Un factor importante de la felicidad en la buena convivencia con nuestros allegados.

La actividad desarrollada por nosotros en el entorno en el que nos encontramos, especialmente si es adecuada a nuestras capacidades y aficiones, es la principal fuente de satisfacción personal necesaria pera ser felices mediante el nivel de autorrealización que logremos con esa actividad. Si nuestra actividad nos satisface y, más aún, si nos proporciona éxito, se puede llegar a ser feliz, incluso si el entorno es desagradable; como puede ocurrir si trabajamos en una plataforma petrolera, en una mina, en el planeta Marte o en un penal. Se puede estar incómodo y ser feliz.

Nuestra felicidad depende, por tanto, fundamentalmente, de lo que hagamos y de con quién estemos. El objetivo de la acción es desarrollarse, llegar a ser lo que cada cual puede ser y en potencia es. La actividad y el desarrollo tienen un factor interno, biológico, que nos permite configurar lo que somos mediante una actividad orgánica, endógena, por la que nos desarrollamos como seres vivos. Tener un organismo completo y sano como individuo de la especie a la que pertenecemos contribuye a hacernos felices. No tener alas no es un trauma para un hombre, pero carecer de un brazo es una deficiencia en el desarrollo biológico de nuestro ser esencial que nos perturba. Por otra parte, está la actividad externa, por la que alteramos el entorno y a nosotros mismos mediante lo que hacemos, reconfigurando al mundo y formándonos a nosotros mismos; potenciando o desperdiciando nuestras cualidades y nuestra capacidad al hacer lo que desearíamos hacer y podríamos hacer. El fruto de nuestra acción tiene dos vertientes: La obra realizada, objetiva, que queda a disposición de todos y nuestro propio desarrollo personal, fundamentalmente subjetivo. Ambos productos son acumulativos y el resultado depende de lo que hagamos con nuestro tiempo a lo largo del tiempo.

El auto-desarrollo incluye un aspecto de “Bildung”, como diría Gadamer, de autoformación o educación que incluye un proceso constructivo progresivo, que va transformando nuestra forma de ser, a la par que mejora nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos, junto con un deseo de mejora como persona, lo cual implica una intención rectificadora de los errores vitales y conceptuales que vamos descubriendo en nosotros. La capacidad para recrearse con lo que se hace está condicionada por la capacidad para disfrutar haciendo lo que se hace. El material con el cual podemos realizar esa recreación, esa reconstrucción correctiva de nosotros mismos, es la experiencia; pero es preciso saber utilizar ese material para lograrlo, es decir, hay que aprender a aprender de la experiencia. Adicionalmente, toda creación requiere de imaginación e innovación. Se trata de lograr un desarrollo mental saludable y enriquecedor, creativo, en paralelo con el desarrollo de otros aspectos de nuestro ser, biológicos, sociales, morales, estéticos, económicos, culturales...cuyo fin es potenciar nuestra capacidad para disfrutar mejor de lo que tenemos y hacer mejor lo que hagamos mejorando nuestros logros, tras descubrir, desde la experiencia, nuevas formas de vivir y de hacer. Debemos inventarnos una forma de vida en la que ser más felices, lo cual implica inventarse un modo de ser lo que deseemos ser y ser capaces de serlo realmente, evitando el conformismo. Las cosas podrían haber sido de otra manera y pueden llegar a ser de otra manera. Para ser más felices, necesitamos creatividad para reinventarnos. No nos sujetan más cadenas que las que nosotros mismos nos impongamos.

La felicidad debe también aceptar los fallos. Asumir el fracaso que a veces resulta como fruto de la acción. Si se puso el esfuerzo debido, los tropiezos no debieran ser traumáticos. La capacidad para aceptar las dificultades y contrariedades es también un componente de la felicidad. Duro, pero necesario. La resignación debe basarse en reconocer que no todo está bajo nuestro control y, como proclama el lema olímpico, lo importante es participar. En el deporte unos ganan y otros pierden, pero todos juegan y lo divertido está en jugar. Ganar es un estímulo adicional para seguir jugando con más ganas. Y junto a la falta de control total, aceptar también nuestras propias limitaciones personales y la frecuente carencia de todos los recursos adecuados a los propósitos que pretendemos conseguir. Está en juego la autoestima.

Podría medirse la felicidad por el inverso de la diferencia entre nuestro potencial y nuestro nivel de satisfacción por lo logrado. El factor que más contribuye a la satisfacción es el logro, que es el porcentaje de éxito respecto a lo que pretendíamos alcanzar en relación a lo que hemos conseguido mediante nuestras acciones. El éxito y el reconocimiento que la escala de Mashlow nos indica como necesarios, serán más fáciles de conseguir si hacemos lo que nos gusta hacer y sabemos hacerlo bien. Si estamos plenamente satisfechos con nuestra obra, podríamos alcanzar la satisfacción personal y la felicidad con lo logrado, incluso si no se obtienen ni el éxito ni el reconocimiento que cabrían esperarse de los demás. Tantos libros no publicados, tantos proyectos no construidos, planes no realizados, ideales no cumplidos, esfuerzos no recompensados.

Un hecho psicológico importante y común es que la preocupación por las necesidades descritas en la pirámide de Mashlow se desvanece cuando la atención la desplazamos fuera de uno mismo. La obra de teatro Toc, toc ilustra como los traumas personales desaparecen cuando se pone la preocupación y esfuerzo en ayudar a los demás a resolver sus propios traumas. Toda madre se despreocupa de sus dolencias ante la enfermedad de un hijo. Retirar la prioridad de la atención y la preocupación de si mismo y ponerlas en intereses ajenos, es una acción determinante y rápida para asegurar la felicidad, aunque sea de forma transitoria

La entrega a una causa, una labor, una tarea, a una persona o a todo un grupo, margina las propias preocupaciones centradas en uno mismo, poniendo toda la importancia, atención y esfuerzo de nuestro quehacer en el bien del otro. Por una causa que apasiona o por una persona a la que se ama, se puede llegar a dar la vida.

La felicidad está en la entrega

El infeliz podrá expresar su infelicidad diciendo: No tuve a nadie a quien amar ni nada por lo que luchar.

El principal ingrediente de la felicidad es hacer con satisfacción algo que contribuya a hacer más felices a otras personas.

Por último, no hay que perder de vista que cada persona es un mundo y sin parangón, teniendo cada cual su propia visión sobre lo que le hace feliz. Kant decía: “Nadie tiene derecho a obligarme a ser feliz a su modo”.



Nota: El presente artículo fue redactado en base a una conversación sobre la felicidad con mi hija Olga. Varias de las ideas expuestas en él son suyas.

sábado, 17 de octubre de 2015

Lamarckismo




¿Cómo pueden heredarse las mutaciones adquiridas? Si consideramos el caso de que una célula de, por ejemplo, el hígado de un mamífero que ha recibido el impacto de un rayo cósmico alterándole un gen, ha sufrido una mutación positiva, beneficiosa para la salud de ese individuo y la de la especie, pensemos que inmuniza de la cirrosis; la posibilidad de que esa mutación accidental desplace a los genes alternativos y se extienda a todo el órgano en bajísima. Tendrá que competir con el resto de millones de células que integran el hígado. Pensemos que si una célula maligna tarda meses en llegar a constituir un pequeño tumor, una célula benigna que carece de reproducción acelerada tardaría muchísimo más en extender su mutación, pudiendo morir el individuo antes de que el órgano se beneficie del cambio.

Si nuestra célula privilegiada quiere tener éxito, deberá contar con un muy buen sistema de marketing y distribución, sin dejar su supervivencia a la lenta selección Darwiniana, para la que es una clara candidata al éxito.
                                              
Un mecanismo adecuado para garantizar el éxito de esta tarea lo tenemos en los virus. Un virus no es otra cosa que un vector genético. Lo que la célula mutada podría hacer, es duplicar la zona del ADN donde esta ubicado el gen mutado, etiquetarlo, encapsularlo y crear un virus. El virus seria el encargado de “infectar” todo el hígado con el nuevo gen.

Si la mutación es tan importante, no sería suficiente con que las células reproductoras sean también infectadas y mutadas, pues la expansión de la mutación a otros individuos de la especie se realizaría por el lento camino de la herencia y la selección natural. Armados con el vehiculo del virus, la mejor estrategia sería infectar a los individuos que se encuentren en la proximidad de mutado y buscar también otras vías de propagación: el aire, el agua, otras especies que actúen de portadoras…para extender el beneficio de la mutación.

Debiéramos considerar a los virus como constituyentes de una genosfera que nos rodea (utilizando la terminología de Teilhard de Chardin) y con la que interactuamos cediendo y tomando genes con otros individuos de la especie y especies afines. Evidentemente, un virus de otra especie tendrá que ser eliminado por el sistema inmunológico, de no hacerlo podría producir una enfermedad en el individuo infectado en lugar de proporcionarle una mutación deseable.

Hay tres experiencias sorprendentes que tuve de niño que ilustran la posibilidad del intercambio de genes por infección viral:

-En cierta ocasión me invitaron a una conferencia que daba un sacerdote jesuita de Pamplona que había estado 42 años en China. No recuerdo ni una palabra de lo que dijo sobre China, pero no puedo olvidar que su aspecto era totalmente chino: Piel amarilla, barba lacia, ojos oblicuos…

-Unos amigos de mis padres adoptaron una niña, con los años, se convirtió en un duplicado de su madre.

-Conocí una pareja de ancianos esposos que vivían en el pueblo de mis abuelos, nunca he visto dos personas tan parecidas sin ser hermanos gemelos.

La explicación que encuentro para los tres casos es la realidad de una genosfera vírica que se comparte, principalmente en la convivencia.

Otro posible mecanismo sería que el virus trasmisor no porte un nuevo gen, sino un potenciador (enhancer) que active o reprima un gen ya existente. En cualquier caso, tendríamos que una mutación accidental, contingente, daría origen a una secuencia causal, determinista, haciendo que una mutación aleatoria que origina un carácter adquirido, pasase a ser un gen hereditario .